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OPINIÓN

13 de septiembre de 2025

“Cagan en un balde”: genealogía del desprecio y odio de clase

"Cagan en un balde” fue la frase elegida por los libertarios para desacreditar el voto mayoritario de los habitantes de la Provincia de Buenos Aires durante el último domingo que posibilitó el holgado triunfo de la lista de Fuerza Patria por sobre la del oficialismo.

 Podemos decir que se trata de una nueva categoría en la nomenclatura que conjuga clasismo y racismo. Se trata de una acción que clasifica y castiga verbalmente a los sectores populares de nuestro país que no acompañan proyectos o candidatos del poder económico concentrado. La frase condensa un dispositivo sociocultural con larga data en la Argentina y un punto clave de disputa por el sentido común. El objetivo es la objetivación y deshumanización de los sectores populares, para así restarles legitimidad y poder político. Su eficacia simbólica reside en el poder de producir cosas con palabras, un mecanismo basado en la reiteración hasta el hartazgo, sin datos que lo certifiquen, y su uso político en la posibilidad de generar adhesiones al revanchismo clasista de gran parte de la identidad de clase media.

El blanco, una vez más, son los habitantes del conurbano bonaerense, esa mayoría trabajadora que desde mediados del siglo XX se constituyó como el corazón electoral del peronismo. Definir a dichos sectores desde una precariedad de la que en todo caso son víctimas, esencializarlos por sus condiciones materiales que son la consecuencia de la negligencia del Estado, reducir sus identidades a un balde en lugar de reconocerlos como ciudadanos con derechos y capacidad de agencia, busca instalar la idea de que su voto es menos racional, menos válido, casi animalizado. El mensaje en el fondo es disciplinador: su autonomía es merecedora de esas condiciones. “¿Cómo se atreven?”

El desprecio hacia “los de abajo” no es una novedad: se los llamó “cabecitas negras” en los años cuarenta; “aluvión zoológico” el 17 de Octubre; “planeros” en la jerga neoliberal antikirchnerista; y hoy hasta “mandriles”, en boca del propio presidente Javier Milei. En estos días ese tipo de expresiones se reprodujeron y multiplicaron desde el oficialismo, renovando ese mismo mecanismo de odio de clase, disfrazado de comentario irónico o denuncia moral. Tal es el nivel de cinismo que lo que se esconde detrás es un programa político que no solo ha abandonado por convicción a esas poblaciones en materia de infraestructura y obra pública, sino que además promueven un modelo de país primarizado, financiarizado y subordinado en el que millones de personas sobran, así como su voto y su dignidad.

Origen del estigma: de los “cabecitas negras” a los “mandriles”

Lo que puede sonar como un exabrupto aislado es, en realidad, la reiteración y reconfiguración de un imaginario instalado hace décadas: la de los “negros” con derechos que hacen asado con los pisos de parquet. La moraleja que busca instalarse es que resulta inútil mejorarle las condiciones de vida a quienes naturalmente son incapaces de apreciarlo. Si bien esta idea permanece latente en el mundo simbólico, solo sale a la luz como forma de castigo o venganza cuando los resultados electorales no acompañan. Miguel Boggiano, analista financiero, llegó a declarar sin pudor: “La gente de La Matanza ama cagar en un tacho”. La diputada nacional libertaria Lilia Lemoine por su parte insistió en la misma línea: “Votás kirchnerismo y tu calle sigue sin asfalto, no tenés cloacas ni agua”. Y Lucas Salim, empresario inmobiliario cordobés, fue aún más explícito tras la victoria del peronismo: deseó “desnutrición infantil” para los bonaerenses y afirmó: “Cagan en un balde, son brutos, son pobres por cómo votan”.

Estos dichos configuran un mismo relato: el intento de transformar la desigualdad estructural en estado natural; de convertir a las víctimas en responsables; y presentar a millones de personas como atrasadas, irracionales y hasta extinguibles. En el fondo se trata del temor a la ingobernabilidad de una clase que ve amenazada su más reciente conquista política. El pobre solo sirve cuando es dócil, cuando puede ser disciplinado. De lo contrario se convierte directamente en un ser despreciable por su apariencia, su actitud, sus formas de consumo, sus formas de habitar los espacios y, sobre todo, sus convicciones políticas.

El desprecio no es nuevo. En los años ’40, el término “cabecita negra” nombraba con desprecio a los trabajadores migrantes del interior, especialmente de origen rural o provinciano, que se trasladaban a Buenos Aires para ocuparse en el incipiente desarrollo de la industria. La city entonces se fue llenando de rostros morenos, aunque todavía de forma segregada y silenciosa. Luego del 17 de Octubre de 1945, cuando llegaron al centro de la vida política y cultural y se constituyeron como sujeto político, se habló de una “invasión zoológica” para hacer referencia a los sectores populares que irrumpían en espacios exclusivos de las elites. Y como el mecanismo de estigmatización se actualiza, durante el macrismo se hablaba de planeros o grasa militante, mientras que actualmente Javier Milei ha llegado a llamar “mandriles” a sus opositores, repitiendo la lógica de animalizar y deshumanizar. “Cagan en un balde” pertenece a la misma serie: una narrativa que define a los sectores populares por la precariedad, para concluir que su voto, su voluntad, y su voz no tienen valor legítimo.

Los datos que desmienten el estigma

El insulto, además de clasista y deshumanizante, parte de un dato falso. Es que cuando se trata de política no importa tanto la realidad, sino la imagen que se construye de ella. Lejos de la caricatura del “balde”, los datos oficiales muestran otra realidad. Según el Censo 2022, casi nueve de cada diez viviendas en la provincia de Buenos Aires (89,5%) cuentan con baño con inodoro y arrastre de agua; y en el conurbano, más de la mitad de los hogares (58%) tiene acceso a red cloacal. La comparación con Córdoba, provincia que suele presentarse como modelo de modernidad y racionalidad politica frente al “atraso” bonaerense, revela un contraste incómodo para el prejuicio: allí apenas el 45% de los hogares accede a cloacas, la proporción de viviendas propias es menor y también lo es la conectividad a internet.

Tampoco es cierto que el Estado haya permanecido inactivo con respecto a esta problemática durante las gestiones peronistas. Incluso entre 2019 y 2023, durante la presidencia de Alberto Fernández con pandemia y sequía mediante que afectaron los ingresos públicos, la cobertura nacional de agua potable se expandió un 6,5%, beneficiando a más de tres millones de personas, mientras que el acceso a cloacas aumentó un 8,2%, alcanzando a casi cuatro millones de nuevos usuarios. En la provincia de Buenos Aires, bajo el primer mandato de Axel Kicillof, los avances fueron incluso más significativos: la cobertura de agua creció un 9,4%, y el saneamiento se expandió un 7,9% en la zona de Aysa y un 9,3% en la Región Pampeana.

Paradójicamente es bajo el actual mandato libertario, según datos oficiales, que la inversión presupuestaria destinada a obras de agua potable y cloacas registra una caída, en los primeros 8 meses de 2025, de 95,2% real con respecto a 2023. Y encima, en función de datos oficiales de ejecución presupuestaria, el gobierno sólo ejecutó el 12,8% de los $ 453.650 que estaban destinados para el área en el presupuesto 2025. Apuntando particularmente a Buenos Aires en el mismo período, la inversión nacional en agua y cloacas para dicha provincia ronda lo $ 300 millones, un 99,9% menos que los fondos de 2023 ($ 513 mil millones a precios actuales). Y en lo que respecta a realización de obras de infraestructura, Milei solamente puso en marcha 2 proyectos, uno situado en Concordia, Entre Ríos, y otro en San Justo Santa Fe, y solo completó 99 obras sanitarias de las 954 que se habían iniciado bajo la presidencia de Alberto Fernández.

Odio de clase como programa político

El núcleo de estos discursos es el odio de clase instituido a base de las clasificaciones de las personas que se construyen desde los sectores dominantes. La efectividad de este poder simbólico se funda en la diferenciación entre las personas aunque compartan condiciones de vida similares. Son inmunes a los datos de la realidad, ya que nada de eso tiene que ver con una  preocupación genuina por la falta de cloacas, calidad habitacional o la demanda de infraestructura: si así fuera, la exigencia sería más obra pública y más Estado. Pero, por el contrario, utilizan esas carencias como justificación para degradar a quienes las padecen, responsabilizarlos de su propia pobreza y, sobre todo, quitarles legitimidad como actores políticos . El discurso del “balde” apunta a instalar la idea que hay vidas que no merecen reconocimiento pleno, ni derechos, ni siquiera el derecho a decidir sobre el futuro político del país, salvo que sirvan a intereses particulares.

El insulto y la agresión como formato relacional extendido dice más de quien lo pronuncia que de quien lo recibe: revela el sentido de un proyecto elitista, de exclusión y disciplinamiento, que hoy encarna el gobierno de Javier Milei que es el instrumento, pero cuyos verdaderos beneficiarios son los mismos de siempre. La frase “quieren gobernar un país que odian” ilustra esta relación tan compleja de las clases dominantes de nuestro país que se mantiene vigente desde hace siglos.

Sin embargo la historia argentina demuestra que el desprecio también genera identidad, la antítesis, como un momento dialéctico. Frente a cada acto de violencia se responde con el fortalecimiento del orgullo popular, la organización comunitaria y el voto como herramienta de dignidad. Muchas veces los estigmas se resignifican y terminan conformando identidades políticas en torno a colectivos explotados.  Frente a ese odio de clase disfrazado de humorada y cinismo, la respuesta parece seguir siendo la misma que hace 80 años: organización y justicia social.

Fuente: www.eldestapeweb.com

 

 

 



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