OPINIÓN
23 de octubre de 2022
¿Los jueces son más iguales que la gente?
Por la plena vigencia del principio de igualdad ante la ley deben pagar sus impuestos. Los jueces deben pagar el impuesto a las Ganancias por una razón muy simple: la plena vigencia del principio de igualdad ante la ley, base fundamental del Estado de derecho. Se pueden sumar muchas otras razones, pero el argumento igualitario es el más contundente, teniendo en cuenta que estamos ante personas que han sido preparadas para aplicar este principio todos los días. Una institución que no reconoce y promueve la aplicación universal de los principios que dice y debe defender carece de legitimidad para reclamar a otros lo que no cumplen.
Por Aleardo Laría Rajneri
Los argumentos a través de los cuales los jueces pretenden conservar su inusual privilegio son insostenibles, indignos de ser esgrimidos por personas que invierten varias horas del día en argumentar a favor o en contra de determinada interpretación legal. Según el primero de ellos, el salario no es ganancia y, por lo tanto, no debería tributar. Es una tesis pueril, dado que pone el acento en la denominación del impuesto. Para que la objeción decayese, bastaría cambiar la denominación por otra más apropiada. Por ejemplo, Impuesto a los Ingresos de las Personas Físicas (IRPF), como se denomina en España.
Por otra parte, si los jueces actuaran de modo coherente con tal argumento, deberían extender el privilegio al resto de trabajadores, que tampoco perciben ganancias, sino salarios. De este modo se originaría un agujero fiscal impresionante, que debería ser cubierto con el aumento de los impuestos indirectos, mucho menos equitativos. En los ordenamientos tributarios modernos, el impuesto a la renta de las personas físicas es el más relevante y el que permite hacer extensivo el principio de proporcionalidad contributiva. En el caso de España, sobre una población total de 47 millones de personas, son más de 21 millones de ciudadanos los contribuyentes netos del IRPF, es decir, básicamente trabajadores y clase media. Ese impuesto representa el 39 % del total de la recaudación (12 % el Impuesto de Sociedades y 33 % el IVA).
Con los impuestos, los gobiernos financian los servicios públicos básicos, consistentes en ofrecer atención hospitalaria; construir escuelas, colegios y universidades; abonar el salario de los profesores y maestros; construir carreteras y otras obras de infraestructura, etc. Los jueces, como el resto de los ciudadanos, son usuarios de esos servicios cuando se desplazan por las carreteras, envían a sus hijos a la escuela o acuden a un centro de salud. De modo que están obligados éticamente a contribuir al sostenimiento de esos gastos, sin que puedan refugiarse en privilegios que no existen en ningún lugar del mundo.
Un argumento que utilizan los jueces se apoya en una discutida y discutible interpretación del artículo 110 de la Constitución Nacional, que señala que los jueces conservarán el empleo mientras dure su buena conducta y que recibirán una compensación que “no podrá ser disminuida en manera alguna” mientras cumplan sus funciones. Como es evidente, la Constitución prohíbe toda medida gubernamental arbitraria dirigida a alterar la remuneración de un juez, pero de allí a interpretar que sus remuneraciones no deben sufrir deducciones impositivas de carácter general que afectan a todos los ciudadanos, media una enorme distancia. Por otra parte, existen otras normas en la Constitución que hacen referencia a las remuneraciones del Presidente y Vicepresidente de la Nación (artículo 92) y a la de los ministros (artículo 107), las cuales disponen que las mismas no pueden ser aumentadas ni disminuidas durante el ejercicio del cargo. Sin embargo, a nadie se le ocurre argumentar que estos funcionarios no deben pagar el impuesto a las Ganancias.
En 1936, la Corte Suprema argentina, integrada por conjueces, abordó la cuestión en el caso Medina y consideró que los jueces federales quedaban exentos de pagar Ganancias. Se ha mencionado que existía un precedente jurisprudencial emanado de la Corte Suprema de los Estados Unidos que avalaba esa tesis. En realidad, la Corte norteamericana sostuvo en 1939 la constitucionalidad de la ley que gravaba el salario de los jueces nombrados con posterioridad a la sanción de esa norma. Del fallo del alto tribunal norteamericano se puede rescatar, por su rigor y actualidad, el argumento del juez Felix Frankfurter, redactor de la tesis mayoritaria. En la ocasión, sostuvo que “someter a los jueces a un impuesto general es reconocer que los jueces son también ciudadanos y que su particular función en el gobierno no los exime de compartir con sus conciudadanos la carga sustancial del gobierno, cuya constitución y leyes ellos deben administrar”.
En 1996, el Congreso de la Nación aprobó la ley 24.631, que derogaba las exenciones que contemplaba la legislación anterior para los magistrados y funcionarios del Poder Judicial de la Nación. La Corte Suprema, en una actuación que no tiene encaje constitucional, dictó la Acordada 20/1996, por la que declaró inaplicable dichas derogaciones para los magistrados y funcionarios del Poder Judicial. Resulta francamente insólito que mediante una simple Acordada –una resolución de carácter administrativo interno– se derogue parcialmente una ley de la Nación, pero esta es una de las tantas anomalías que signan nuestra frágil cultura democrática.
El 22 de diciembre de 2016 el Congreso sancionó la ley 27.346, que dispuso que debían pagar el impuesto a las Ganancias todos los funcionarios y magistrados que asumieran sus funciones a partir del 1° de enero de 2017. De este modo se consagró una nueva desigualdad, dado que, desempeñando una misma tarea, hay jueces y funcionarios que pagan el impuesto a las Ganancias, mientras otros conservan su anterior privilegio.
Como señala Hugh Heclo en Pensar institucionalmente (Editorial Paidós), las instituciones son algo más que simples procedimientos formales. Para elevarlas, es necesario adoptar un punto de vista interno en el que pensar institucionalmente sea un medio para fortalecer y legitimar a las instituciones ante los ciudadanos. Y hay dos instituciones de especial relieve en las democracias avanzadas: la Justicia y el gobierno. Toda invocación al valor intrínseco de una institución queda devaluada si los integrantes de esa institución no reconocen y promueven la primacía moral de los principios que dicen defender. En palabras de Heclo, “una cosa es que un jugador haga trampas y otra muy distinta es descubrir que los propios árbitros han sido los tramposos. Lo primero empaña la reputación de un deporte; lo segundo le asesta un golpe letal”.
Fuente:www.elcohetealaluna.com